© Del texto: Jordi Sierra i Fabra, 2000
www.sierraifabra.com
© De las ilustraciones: Pablo Núñez, 2000
© De esta edición: Grupo Anaya, S. A., 2000
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
1." edición, octubre 2000
2.a edición,
septiembre 2001
Diseño: Taller Universo
ISBN: 84-207-1286-8
Depósito legal: M. 28.898/2001
Impreso en Varoprinter, S. A.
Artesanía, 17
Polígono Industrial de Coslada
28820 Coslada (Madrid)
Impreso en España -
Printed in Spain
CAPITULO 1
NADA más oírse el timbre que daba por finalizada la clase, él les
dijo:
—Adela,
Luc, Nico, quedaos un momento, por favor.
Los
tres aludidos abrieron primero los ojos y después se miraron entre sí. El que
menos, se aplastó en el asiento como si acabasen de pegarlo con cola de impacto.
El resto de los alumnos se evaporó en cuestión de segundos. Algunos les
lanzaron miradas de ánimo
y
solidaridad, otros de socarrona burla.
—A
pringar —susurró uno de los más cargantes.
Adela,
Luc y Nico se quedaron solos. Solos con Felipe Romero, el profesor de Matemáticas. El Fepe para los amigos, además
del profe o el de mates, que era
como
se le llamaba comúnmente. El maestro no se puso en pie de inmediato ni empezó
a
hablarles en seguida. Continuó sentado estudiando algo con atención. El
silencio se hizo omnipresente a medida que transcurría el tiempo. Más allá de
ellos, tras las ventanas, la algarada que hacían los que ya estaban en el patio
subía en espiral hasta donde se encontraban.
Adela
se removió inquieta. Su silla gimió de forma leve.
Era
una chica alta y espigada, de ojos vivos, cabello largo hasta la mitad de la
espalda, ropa informal como la de la mayoría de los chicos y chicas. Su
preocupación no era menor que la de los otros dos. Volvieron a mirarse. Luc
arqueó las cejas. Nico puso cara de circunstancias. El primero era el más alto
de los tres, rostro lleno de pecas, sonrisa muy expresiva, delgado como un
sarmiento. El segundo era todo lo contrario: bajo y un poco redondo, cabello
bastante largo, mirada penetrante. Curiosamente, los tres eran amigos.
Siempre
andaban metidos juntos en todos los líos, buenos y malos.
Felipe
Romero por fin dejó la hoja de papel que estaba leyendo y los atravesó con su
mirada más penetrante.
—Bueno
—suspiró.
Eso
fue todo. Siguió la mirada. Primero en dirección a Adela. Luego en dirección a
Luc. Por último en dirección a Nico. No era mal profe. Lástima que diera... matemáticas.
El Fepe era el único que les llamaba por sus nombres de pila, no por el
apellido. Y el único
que
aceptaba lo de Luc en lugar de Lucas en atención a que Lucas era un fan de Star Wars. Otros preferían apodarle el Skywalker, pero en plan burlón.
—¿Qué
voy a hacer con vosotros? —preguntó en voz alta.
—¿Qué tal dejarnos ir al patio? —propuso
Nico.
El
profesor ignoró el comentario.
—Sabéis
por qué os he hecho quedaros, ¿verdad?
—Tenemos
una vaga idea —reconoció Adela.
—Sois
los tres únicos de la clase que vais a suspender
la
asignatura.
—Pues
vaya noticia —bajó la cabeza Luc.
—¿Y
no os da rabia?
—Rabia
sí, claro.
—No
lo hacemos aposta.
—¿Qué
quiere que hagamos?
Los
tres hablaron al mismo tiempo.
—¿Y
os resignáis? —se extrañó Felipe Romero.
—No
—dijo Adela.
—Pero
si no nos entra..., no nos entra —manifestó
Nico.
—Ya
lo intentamos, ya —aseguró Luc.
—Vamos,
chicos, vamos —el profesor acabó poniéndose en pie—. No puedo creerlo. Si
fuerais tontos o no dierais más de sí, lo entendería, pero vosotros tres...
He
visto vuestras otras notas, ¡y todas son bastante buenas por lo general! ¿Qué
os pasa con las matemáticas? ¿Que no os entran? ¡Tonterías! Les habéis cogido manía
y ya está. ¡Las odiáis! De acuerdo, odiadlas si queréis, pero no me digáis que
no las entendéis. Es
una
cuestión mental. ¡Os negáis a entenderlas, que no es lo mismo!
—Que
no es tan fácil, profe —dijo Luc con dolor.
—Sí
lo es, Luc, y lo sabes tú como lo sabe Adela y
lo sabe Nico. Todo está aquí —se tocó la
frente con el
dedo
índice de la mano derecha—. Si quisierais, podríais,
pero
os limitáis a decir que no os entran, que no
es
lo vuestro, que si patatín y que si patatán, y ya está.
—¿Usted
cree que no queremos aprobar como sea?
—exclamó
Nico.
—¿Sabe
la bronca que me echarán mis padres? —se
estremeció
Adela.
—¿Y
el verano que me harán pasar los míos, con
profes
particulares y todo ese rollo? —gimió Luc.
—¡Pues
evitadlo! —gritó Felipe Romero.
Pegaron
sendos brincos en los asientos.
—Chicos,
chicos, ¡chicos! —el maestro se acercó a los tres y se sentó encima de un
pupitre—. Las matemáticas son esenciales. Después de la lengua, lo más importante.
Y que conste que soy de los pocos profes de mates que reconocen eso, porque la
mayoría os dirá
que
lo principal son las matemáticas. Yo pienso que sin saber leer ni escribir
primero decentemente, no hay matemática que valga. Pero da igual: son
esenciales.
Os
ayudan a pensar, a racionalizar las cosas, a tener disciplina mental. ¿Vosotros
leéis?
—Sí
—dijo Adela—. Yo me trago todas las novelas policiacas que pillo, y casi
siempre adivino quién es el asesino antes del final.
—Yo
soy fan de la ciencia ficción y la fantasía —le recordó Luc—. Me leo todas las
historias que encuentro. —Y lo mío son los cómics —quiso dejarlo bien sentado
Nico—.
Aunque también soy bastante bueno con los videojuegos.
Felipe
Romero—. Una buena novela policiaca va dando pistas, como un problema de mates,
y llega a un único final posible: el culpable. Y lo mismo pasa con la ciencia
ficción y no digamos los videojuegos. Si tu mente es capaz de trabajar a la
velocidad necesaria para
llegar
al final de un videojuego, es que estás capacitado para resolver cualquier
problema de matemáticas.
—No
es lo mismo —negó Nico.
—¡Os
asesinaría! —levantó las manos al cielo—.
¡Pero
mira que sois tozudos!, ¿eh? ¿Y vuestro orgullo?
No
dijeron nada. —¿No os importa ser los tres únicos que suspendáis
matemáticas?
—siguió el profesor tratando de provocarles. Siguió el silencio.
—¿Sabéis
que pueden echarme por eso? —soltó de pronto Felipe Romero.
—¿Por
qué?
—Por
ser mal profesor.
—Ande
ya.
—Que
sí —insistió él—. Estoy en la cuerda floja. El director dice que mis métodos no
son... ortodoxos. Con tres suspensos de dieciocho alumnos me la cargo. Es una
sexta parte.
—No
es justo.
—Díselo
a Mariano Fernández.
—¿Encima
quiere que nos sintamos mal porque pueden echarle? —se entristeció Adela.
—Pues
sí —la pinchó.
—¡Jo!
—rezongó ella.
—Mañana
es el examen —les recordó sin que hiciera falta—. Por favor, estudiad esta
noche, tratad de hacerlo sólo un poco bien para que pueda justificar un cinco
pelado. No me vengáis con que no lo entendéis, os bloqueáis, se os queda la
mente en blanco y todos
esos
rollos. ¡Haced un esfuerzo! Era una bronca. Felipe Romero les hablaba con
pasión
y
convicción. Podían entenderle. Lo malo era la realidad.
Las
matemáticas no les entraban. Y punto. ¿Qué podían hacer contra eso?
CAPÍULO 2
doblada
hacia adelante y la barbilla literalmente hundida en el pecho. Ni siquiera
salieron al patio. No querían responder a las preguntas de los demás. Bastante mal
se sentían. Acabaron sentándose en el último escalón, con la moral por los
suelos.
—No
es mal tío —reconoció Adela.
—Se
enrolla bien, sí —estuvo de acuerdo Nico.
—Es
el mejor profe del cole, aunque sea el de mates
—dijo
Luc.
—Claro,
por eso los demás van a por él —asintió Adela—. Es joven, guaperas, lleva el
pelo largo, tiene ideas progres... Ya veis, él mismo lo ha dicho: hasta el director
quiere cargárselo.
—¿Tú
crees que se puede echar a un profe porque tres alumnos la fastidien? —vaciló
Nico.
—Yo,
de esos —abarcó el mundo en general, el de los mayores, aunque se refería
estrictamente a los maestros del centro—, me lo creo todo.
—Sí,
en el fondo debe ser como lo de esas películas americanas —calculó Luc—. Si no
vendes tanto o si no llegas a unas cifras o si eres el último del cupo y
cosas
así, a la calle.
—Pues
vaya —suspiró aún más desmoralizada Adela.
—¿Y
qué quieres que hagamos, que de pronto nos
volvamos
genios de las mates? —lo expuso como un
imposible
Nico.
—A
lo mejor si esta noche...
—Vamos,
Adela, no sueñes.
—Sí,
seamos realistas, ¿vale?
Se
sumieron en un nuevo, espeso y denso silencio.
Pocas
veces se habían sentido más solos. El mundo entero contra ellos. Había alumnos
que con sólo leer una cosa se la sabían, mientras que otros ni estudiándola cinco
horas y pegándose los párpados a la frente con cinta adhesiva. Había alumnos
que miraban un problema y sabían qué hacer exactamente. Para ellos era un galimatías
sin sentido en la mayoría de las ocasiones.
Los
profesores iban saliendo de la sala en la que se reunían para tomar café y
fumar, porque todos fumaban. Mucho decir que era malo, pero ellos... ¡colgados del
vicio! Los estudiaron uno a uno teniendo muy presente a Felipe Romero.
—El
Bruno lo odia —dijo Adela—. Desde que tuvo que cambiar su clase con la de él,
no lo puede ver.
—La
Jacinta ni en pintura. Dice que está loco por la forma que tiene de ser, de
vestir y de hablar —expuso Nico—. Pero quién sabe, a lo mejor lo que le pasa es
que está enamorada de él en secreto.
—Eres
un romántico —se burló Luc. Y continuó él—: La Amalia no digamos, con lo adicta
que es de las normas, del plan de estudios, del libro, de no cambiar nada.
—No
sólo le odian algunos profes —recordó Adela—.
Su
ex novia también, ¿recordáis? Y el Palmiro.
El
año anterior, Felipe Romero y Marta Luz, la de sociales, habían estado
enrollados. Ella consiguió plaza en un centro mejor y, cuando él le dijo que
prefería quedarse en el que estaba y no pedir ningún cambio aunque podía, Marta
le gritó que estaba loco por escoger
el
colegio y no a ella, así que lo plantó llamándole monstruo y otras lindezas. En
parte eso justificaba mucho al profe de mates. Los quería. Para él, aquél era «su»
colegio. Lo del Palmiro era otra cosa. Se trataba de un alumno de lo más bruto,
siempre metido en líos, detenido ya dos o tres veces por la policía por robar
cosasy uno de los peores elementos «disruptores» —como los llamaban los profes—
del centro. Cuando el Fepe lo
suspendió,
amenazó con pincharle las ruedas del coche, hacerle pintadas en su casa y
también algo peor-, aseguró que un día le caería encima un andamio y no sabría
de dónde.
—Dicen
que ser periodista y profe es de lo más duro —proclamó Luc.
—Sí,
la mayoría están de psiquiatra —afirmó Nico.
—Entonces,
¿por qué deben serlo? —se preguntó
Adela.
—Por masocas, seguro —sonrió por primera
vez Luc.
—Les
va la marcha —le secundó Nico.
—Tuvieron
una infancia difícil y ahora quieren vengarse
—hizo
lo propio Adela. No estaban muy seguros de lo que decían, pero se sintieron
confortados por sus teorías.
—Ya
es la hora —volvió a la dura realidad Nico.
—No
quiero aguantar las preguntas de los demás, volvamos a clase —propuso Adela.
—Qué
remedio —exclamó Luc. Se levantaron, pero no fueron por las escaleras hacia
arriba.
Sin decir nada caminaron en dirección a los lavabos de la planta baja envueltos
de nuevo en su silencio.
En
su trayecto pasaron cerca del despacho del director, Mariano Fernández. Hasta
ellos llegaron unas voces.
Aminoraron
el paso.
Una
era la del profe de mates. La otra pertenecía al propio director del centro.
—¡No,
Romero, no! ¡Lo siento! ¡Es mi última palabra!
—decía
Mariano Fernández.
—No
puede hacerlo, ¿es que no se da cuenta? —insistía
Felipe
Romero.
—¿Que
no puedo? ¡No sabe hasta dónde soy capaz de llegar yo! ¡Las cosas son así!
—Pero
no es justo.
—¡Romero,
ésta no es su guerra! ¡Le juro que...!
Estaban
como hipnotizados, pendientes de aquella
insólita discusión, ¿o cabía llamarla pelea? Tenían los pies pegados al suelo.
Lo malo fue que en ese momento aparecieron dos profesores por el pasillo, y
ellos estaban en zona peligrosa. A los aledaños del despacho
de
dirección y la sala de profesores los llamaban «las arenas movedizas».
Cualquier profe podía salir y pegar un grito sin más, o cargárselas por algo.
Tuvieron que reaccionar.
Se
apartaron del lugar en que podían oír las palabras de los dos hombres. A toda
prisa.
—¡Jo!
—pronunció Adela su expresión más habitual.
—Pobre
Fepe —alucinó Nico.
—Y
el diré, ¿de qué va? —se extrañó Luc.
—¿Sabéis
lo que más me asusta? —dijo Nico.
—No,
¿qué? —se interesó Adela.
—Que
todo el mundo dice que cuando crezcamos y seamos mayores y maduremos y todo ese
rollo... seremos como ellos —suspiró Nico.
Se
observaron con aprensión. Unos segundos.
—No
—acabó poniendo cara de asco Adela—. Yo
no
creo.
—Ni
yo —movió la cabeza de arriba abajo Luc—.
Nosotros
no.
—Bueno
—Nico se encogió de hombros.
Después
de todo, faltaba una eternidad para eso. Y antes, al día siguiente, estaba el
dichoso, odiado, preocupante y funesto examen de matemáticas. Eso sí era real.
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