LA
PESTE ESCARLATA.
Jack
London.
El sendero seguía lo que en otro
tiempo había sido el Terraplén de una vía férrea, pero desde hacía muchos años
ningún tren pasaba por ahí. El bosque había sido invadido las pendientes de
Terraplén y rodeaba el sendero, no más ancho que el cuerpo de un hombre, con
árboles y arbustos. A lo lejos se oía el tenue rumor del mar.
Por ese sendero caminaba un anciano y
un muchacho. Avanzaban despacio, porque el viejo estaba doblegado por el peso
de los años; marchaba con movimientos temblorosos y se apoyaba en un bastón. Un
pedazo de piel de cabra le cubría el pecho y la espalda. Un gorro de la misma
piel, al que le había añadido una gran hoja como ingeniosa visera, lo protegía
del sol. Tenía el cabello blanco, sucio y desgreñado, igual que su barba, que
le llegaba a la cintura.
El muchacho, que iba a delante,
vestía un pedazo de piel de oso al que le había hecho un agujero para pasarlo
por su cabeza. Aparentaba unos 12 años; llevaba un arco y, en la espalda, un
carcaj lleno de flechas. Del cuello le
colgaba una correa con una vaina de las que asomaba el mango de un cuchillo de
caza. Su piel morena contrastaba con el celeste de sus ojos.
Caminaba con todos sus sentidos
alerta y, de pronto, advirtió algo. Alzó la mano para indicarle al anciano que
se detuviera. Cerca de la cima del Terraplén se oyó un crujido de tras de unos
matorrales y enseguida apareció un enorme oso pardo. El animal gruñó en forma
amenazadora. El muchacho puso una flecha en el arco y lo tensó. Sin dejar de
mirar al oso, le hizo señas al anciano de que se apartara del sendero y bajara
por la pendiente del Terraplén. Esperaron que el animal se alejara y luego
retomaron el camino.
-¡Un oso muy grande, abuelo!- exclamó
el muchacho.
-Cada día hay más- dijo el viejo-.
¡Jamás habría imaginado que un día resultaría peligroso ir al balneario de
Cliff-house! Cuando yo era un niño, Edwin, venían aquí miles de familias desde
San Francisco, en verano. Y no había osos. Eran tan raros que los metían en
jaulas y se pagaba dinero para verlos.
-¿Qué es dinero, abuelo?
Antes de que el viejo respondiera,
Edwin se acordó. Metió la mano en una bolsa que llevaba debajo de su piel de
oso y sacó un abollado dólar de plata. El anciano lo miró con nostalgia.
-Mi vista es mala- murmuró-. Fíjate,
Edwin, si puedes distinguir la flecha.
-¡Ay abuelo! Sigues insistiendo en hacerme
creer que estas marcas significan algo.
El anciano acercó la moneda a los
ojos y por fin pudo distinguir la flecha.
-¡2012!-exclamó-. Ese año Morgan V
fue nombrado presidente de los Estados Unidos por el consejo de magnates. Debió
ser una de las últimas monedas que se acuñaron, porque la peste escarlata llegó
en 2013. ¡Pensar que eso ocurrió hace 60 años y que yo soy el único
sobreviviente de esa época! ¿Dónde la encontraste Edwin?
-Hoo-Hoo me la dio. La halló cerca de
San José, mientras apacentaban sus cabras.
¿Tienes hambre abuelo?
-Ojalá cara de liebre haya encontrado
algún cangrejo –dijo el viejo-. ¡Quizá sean dos! Son buena comida para quien no
tiene dientes, pero si dos nietos que quieren a su abuelo y que…
Edwin le indicó que se callara. A
unos 50 pies de distancia, junto a un arbusto, había visto un conejo. De nuevo
puso una flecha en el arco y lo tensó. Apuntó y soltó la cuerda. La flecha voló
certera e hirió de muerte al conejo, Edwin corrió en busca de su presa y
regresó triunfante con ella asida de las orejas. Después continuaron marcha. El
ruido de las olas se hizo más audible, y cuando salieron del bosque
desembocaron en una zona de dunas que los separaba del mar. Un grupo de cabras
que mordisqueaba la escasa hierba que crecía en la arena. El pastor del rebaño
era un muchacho vestido con pieles de animal, secundado por un perro de aspecto
lobuno. Cerca de él, otro niño de similar apariencia salvaje cuidaba una
hoguera, acompañado de varios perros semejantes al otro.
-¡Almejas!- suspiró el anciano, luego
de aspirar el humo de la hoguera-. ¿No hay cangrejos, Hoo, Hoo?
-También, abuelo- dijo Hoo, Hoo, que
aparentaba la misma edad de Edwin-. Atrapé cuatro.
Impaciente, el viejo apartó de las
brazas una almeja de gran tamaño. El calor había abierto las valvas y la carne
color salmón se hallaba bien cocida. El hombre la tomó entre los dedos y se la
llevó a la boca; pero estaba muy caliente. Lanzó un aullido de dolor y escupió
la almeja. Los muchachos estallaron en carcajadas. El pastor de las cabras,
atraído por el ruido, llegó corriendo y enseguida se unió al coro de sonrisas
insolentes. Se llamaba cara de liebre.
-cuando yo era niño –los reprendió el
viejo-, no nos burlábamos de nuestros mayores, sino que los respetábamos.
Los muchachos no le prestaron
atención. Luego el anciano retiró otras almejas y unos cangrejos del fuego,
pero esta vez espero a que se enfriaran antes de comerlos. Mientras los
saboreaba, miraba el mar y un montículo de rocas en la orilla donde había unos
leones marinos.
-
En esas rocas había un restaurante donde servían
cangrejos con mayonesa –rememoró-. ¡Qué sabrosa era la mayonesa! ¡ Y hace 60
años que no se hace más! En ese entonces San Francisco tenía 4 millones de
habitantes, y ahora, en toda la región no quedan más de cuarenta. En el mar
había una gran cantidad de barcos. Y en el aire, dirigibles y aviones. Pero eso
fue antes de la peste escarlata.
Los niños lo
escuchaban sin interés. Estaban hartos de oírlo hablar de los tiempos pasados y
no entendían la mayoría de las palabras que él empleaba en esos monólogos.
No se trataba
del sencillo lenguaje que él usaba para hablar con ellos.
De pronto las
cabras levantaron sus cabezas en señal de alarma y corrieron a refugiarse junto
a sus guardianes humanos. Los perros empezaron a gruñir. Por la arena avanzaban
6 lobos grises y flacos. Edwin les disparó una flecha, que erró el blanco; pero
cara de liebre, armado de una honda, les arrojó una piedra que acertó en la
cabeza de uno de los lobos e hizo huir a la manada hacía el bosque.
Los niños
festejaron su victoria, pero el viejo comenzó de nuevo sus lamentaciones:
-¡Qué ironía!
El hombre conquistó este planeta. Domesticó a los animales útiles, eliminó a
los dañinos y limpio la tierra de vegetación silvestre. Y un día toda su obra
desapareció, y la manera de vida primitiva volvió a invadirlo todo. El bosque
cubrió los campos sembrados, las fieras atacan los rebaños y hay lobos en la
playa de Cliff- house.
¡Y todo por
la culpa de la peste escarlata!
-Escarlata,
escarlata…- Se quejó cara de liebre-. Siempre repites esa palabra, abuelo. ¿Qué
significa?
-Es un color
parecido al rojo.
-¿Y por qué
no dices rojo? –Preguntó Edwin.
-Por que la
peste no era roja –repuso su abuelo-. Era escarlata. Toda la cara y el cuerpo
de los enfermos se ponían escarlata en menos de una hora.
-¿Por qué no
nos cuentas algo sobre la peste?- pidió Hoo, Hoo.
-Muy bien
–Aceptó el anciano complacido-. En aquel tiempo había mucha gente en el mundo.
En San Francisco vivían 4 millones de personas.
- ¿Qué son
millones? –Interrumpió Edwin.
- Olvidé que
sólo saben contar hasta diez. Bueno, millones significa mucha, mucha gente.
Tanta como la arena de la playa. Como si cada grano de arena fuese un hombre,
una mujer o un niño.
Los niños lo
miraban asombrados.
-
El mundo entero estaba lleno de gente. El censo del
2010 dio 8 mil millones de habitantes. Entonces yo tenía 27 años y vivía del
otro lado de la bahía de San Francisco, en Berkeley, en una de aquellas casas
de piedra que vimos en una de nuestras excursiones. ¿Te acuerdas Edwin? Era
profesor de literatura inglesa.
Aunque gran
parte de las cosas que el viejo les contaba superaba su entendimiento, los
niños se esforzaban por comprender esa historia del pasado.
-
¿Para que servían esas casas de piedra? –Preguntó cara
de liebre.
-Recordaras
como tu padre te enseñó a nadar. Bueno, en la universidad de California (así
llamábamos a esas casas) se enseñaba a los jóvenes toda clase de cosas. Yo les
hablaba de los libros que otros hombres habían escrito.
-¿Y eso es
todo lo que hacías? – Preguntó Hoo, Hoo-. ¿Hablar, hablar y hablar?
¿Quién cazaba
para tener carne? ¿Quién ordeñaba las cabras y pescaba?
-En ese
tiempo era muy fácil obtener comida. Había alimentos en abundancia; un número
reducido de hombres se dedicaba a esa tarea, y los demás se dedicaban a otras cosas.
Yo hablaba, hablaba constantemente y, a cambio de eso, me daban comida sabrosa
y abundante. A nuestros proveedores de alimentos le llamábamos “hombres
libres”, pero eso era mentira. Nosotros, la clase dirigente, poseíamos las
tierras y las maquinas. Y los que nos procuraban comida eran nuestros esclavos.
Del fruto de su trabajo se les dejaba lo estrictamente necesario para que
pudieran seguir trabajando y produjeran cada vez más…
-Si voy a
cazar al bosque – dijo cara de liebre- y alguien trata de quitarme mi alimento,
yo voy a matarlo.
- Ah, pero te
dije que la tierra y el bosque y todo nos pertenecía a nosotros, la clase
dirigente. Y los que se negaban a producir alimento o confeccionar nuestros
vestidos, se morían de hambre. Muy pocos se rebelaban. Por aquel tiempo yo era
el profesor James Howard Smitt y era muy feliz. Tenía el cuerpo limpio y lo
cubría con las telas más finas. Ahora nadie se lava y hace 60 años que no veo
un pedazo de jabón, aunque ustedes tampoco saben lo que es eso. Pero si saben lo
que es una enfermedad. Y la peste escarlata era una enfermedad. Muchas de ellas
estaban causadas por gérmenes. ¿Qué es un germen? Una cosa tan pequeña que ni
siquiera se puede ver.
- Eso no
tiene sentido abuelo –se rió Hoo, Hoo-. ¿Cómo sabes que existen si no se pueden
ver?
-Buena
pregunta Hoo, Hoo. Nosotros podíamos ver los gérmenes, porque teníamos unos
aparatos llamados microscopios. Que permitían ver las cosas mucho más grandes
de lo que son en realidad. Cosas que no podíamos ver con los ojos. Y mirando a
través de esos instrumentos, un grano de arena se veía tan grande como una
roca.
Los muchachos
lo miraron con incredulidad, pero el viejo siguió su relato:
-Al ser tan
pequeño, un germen puede entrar a la sangre y tiene infinitos hijos. A los
gérmenes los llamábamos microorganismos. Y cuando había varios millones de
ellos en la sangre de un hombre, se decía que estaba infectado o enfermo. Había
muchas clases de gérmenes…
- ¿Y la peste
escarlata?
- Sí, sí. Por
culpa de la fiebre escarlata desapareció nuestra gloriosa civilización. Y fue
en el verano de 2013 cuando apareció. Primero surgió en la gran ciudad de Nueva
York, pero a nadie le preocupó la noticia. Al principio ocurrieron pocas
muertes, aunque éstas eran muy rápidas. Una de las primeras señales de la
enfermedad era que la cara y todo el cuerpo se ponían escarlatas. Veinticuatro
horas después se informó del primer caso en Chicago, otra ciudad importante. Y
ese mismo día se supo que Londres, una de las principales ciudades del mundo,
luchaba en secreto contra esa enfermedad desde hacía 2 semanas y no quería que
el resto del mundo se enterara.
La situación
parecía grave, pero todos confiábamos que los bacteriólogos, las personas de
combatir los gérmenes, descubrirían el medio de destruir este nuevo microorganismo.
Lo más inquietante era la rapidez con que la enfermedad mataba a las personas.
Desde la aparición de los primeros síntomas, no pasaba más de un par de horas.
Algunos morían a los 10 minutos. El cuerpo se descomponía en instantes. Ésa fue
una de las razones por las cuales la peste se propagó con tanta rapidez. Los
propios bacteriólogos morían mientras estudiaban el germen de la peste
escarlata.
Por fin, un
día esta terrible enfermedad se presentó en San Francisco. La primera muerte
ocurrió un domingo. Entre el lunes y el miércoles ya cayeron como oscas. El
jueves, por primera vez, fui testigo de una muerte. Una alumna mía, la señorita
Collbran, sufrió un ataque mientras estaba sentada delante de mí, durante mi
clase de literatura. Me di cuenta de que su cara iba enrojeciendo. Como ya
conocíamos el azote que debíamos enfrentar, al ver esos signos todos los
estudiantes, excepto 2, huyeron
despavoridos del aula. La señorita Collbran tuvo unas breves convulsiones, y
uno de los alumnos le trajo un vaso de agua. La muchacha bebió un sorbo y se
quejó de que no sentía los pies. Al cabo de un minuto el entumecimiento se extendió a las rodillas, junto con una
sensación de frío. La insensibilidad y el frío ascendieron por su cuerpo;
cuando alcanzaron su corazón dejó de existir. Era una joven sana y hermosa.
Desde el primer síntoma hasta su muerte no habían transcurrido más de 15
minutos.
Habían dado
la alarma en la universidad, y los miles
de estudiantes habían escapado de las aulas y de los laboratorios. Encontré al
decano Hoag en su despacho. Cuando me vio, corrió tambaleante hacía una
habitación interior, dio un portazo y cerro con llave. Sabía que yo había
estado expuesto al contagio y no quería arriesgarse. Desde el otro lado de la
puerta me grito que me fuera.
Abandoné la
universidad y regresé a mi casa. En cuanto me vieron, todos mis sirvientes
huyeron dando gritos de terror. Me quedé solo y en ese momento sonó el
teléfono, un aparato que nos permitía hablar con otras personas a grandes
distancias. Era mi hermano, que me aconsejaba permanecer aislado hasta
descubrir si la horrenda peste me había contaminado. Por fortuna la enfermedad
no me atacó. Me fui enterando de lo que sucedía en el mundo a través de los
periódicos. Ordené que me los echaran por debajo de la puerta y así supe que
todas las grandes ciudades del planeta estaban contaminadas y sumidas en el
caos. La tercera parte de la policía de Nueva York había muerto, y el alcalde
también. Los cadáveres yacían en las calles sin enterrar. Los trenes y los
barcos que transportaban provisiones y otras cosas necesarias para la
subsistencia habían suspendido sus servicios. La gente, desesperada por el
hambre, saqueaba los almacenes, los depósitos y cualquier lugar donde pudiera
hallar comida. El asesinato y el robo reinaban en todas partes. La gente había
abandonado la ciudad y con ellos se había llevado la peste.
La última
noticia que llegó de Europa decía que un bacteriólogo alemán había descubierto
la vacuna contra la peste escarlata. Sin embargo, ya era demasiado tarde y
resultaba evidente que en Europa ocurriera lo mismo que en América. Muchos
ricos escaparon en sus aeroplanos a Hawái, pero ahí también los esperaba la
peste. Luego dejaron de recibirse noticias. No hubo más periódicos ni tampoco
radiotelégrafo, un maravilloso aparato que podía recibir y mandar
comunicaciones a través del aire. Fue como si el mundo hubiese dejado de
existir. Esto paso hace 60 años. Sé que hay territorios que fueron América,
Europa, Asia o África, pero jamás volvía a tener noticias de ellos. La gente
quedó aislada para siempre. Muchos siglos de cultura y civilización se
derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando aun
funcionaba el teléfono, le dije a mi hermano que no estaba enfermo. Lo mejor
sería aislarnos juntos en el departamento de química de la universidad. Había
que reunir provisiones y conseguir armas para defendernos. Decidimos que él
vendría a buscarme al día siguiente. Aquella noche ya no hubo luz eléctrica, y
se podían oír los gritos de los saqueadores y disparos de revólver. Desde mi
ventana veía los resplandores de los incendios en dirección de Oakland. Esa
noche terrible no dormí ningún instante. Asesinaron a un hombre en la puerta de
mi casa, y yo me arme con 2 pistolas automáticas y vigilé sentado junto a la
ventana. A la mañana llegó mi hermano. Yo ya había metido en una maleta algunos
objetos de valor, pero al ver su cara comprendí que la peste lo había atacado.
Él todavía no se había dado cuenta de nada y al mirarse en el espejo lo supo
con certeza. Me rogó que no me acercara, y enseguida comenzaron las
convulsiones. Conservó la lucidez hasta el final y murió en 2 horas.
Tomé la
maleta y salí. El espectáculo de las calles era aterrador. Por todas partes
tropezaba con victimas agonizantes de la peste. El humo de los incendios
oscurecía el cielo, había automóviles abandonados por todas partes porque se
había terminado la gasolina, y en las últimas tiendas que quedaban sus dueños y
sus familias se tiroteaban con grupos de saqueadores. Después de presenciar tantas tragedias, el
corazón se me había endurecido como una roca. Nadie ayudaba a nadie y cada cual
intentaba salvar su propio pellejo.
Finalmente,
conseguí llegar a la universidad. En el campo de deportes encontré a un grupo
de estudiantes y profesores que se dirigían como yo, al departamento de
química. Muchos habían traído a sus familias e incluso a sus sirvientes y
niñeras. Todos estábamos armados con rifles automáticos y, en total, sumábamos
cuatrocientas personas.
Una vez a
salvo en el departamento de química, cerramos las puertas y almacenamos las
provisiones. Luego nombramos una comisión encargada de repartirlas. No hubo
inconvenientes para albergar a tantas personas, porque las dependencias del
edificio eran muy amplias y cómodas. Se formaron otras comisiones organizadoras
para diversos fines, y a mí me asignaron a la comisión de defensa. Aunque los
disparos que se oían a lo lejos y la persistencia de los incendios nos
informaban de la violencia que reinaba afuera, ningún saqueador se acerco a
nuestro refugio.
Ustedes han
visto esos tubos de hierro que en otros tiempos transportaban el agua para los
habitantes de las ciudades. Los incendios habían reventado la mayoría y
temíamos que el fuego secara los depósitos de agua. Por eso cavamos un pozo en
el patio del departamento y así nos salvamos de morir de sed.
Cuando
transcurrieron 48 horas sin que nadie mostrara signos de la peste escarlata,
creímos que nos habíamos escapado del peligro. Sin embargo, ignorábamos que el
periodo de incubación de los gérmenes era muy lento. Por tanto, al tercer día
sufrimos una cruel desilusión. La noche anterior habían estallado los
polvorines de Poinpinole. La tremenda explosión estremeció el edificio del
departamento y rompió todo los vidrios. Esa noche me tocó hacer guardia
nocturna en la azotea y desde ahí vigile los campamentos de los merodeadores.
Como siempre, se oían gritos de borrachos, gemidos y disparos. Esta vez el
mayor alboroto se produjo una hora después de la explosión, cuando obligaron a
un grupo de enfermos a abandonar el departamento.
Algunos cruzaron el campo de deportes e
intentaron ser admitidos en nuestro refugio.
Nos negamos,
y ellos empezaron a disparar. El profesor Merry Weaher, que se hallaba en una
ventana, recibió un balazo entre los ojos y murió en el acto. Respondimos con
una descarga y todos excepto 3 huyeron. Los restantes continuaron disparando y
yo maté uno. Los otros 2, un hombre y una mujer, murieron por efectos de la
peste a unos pasos del edificio.
Nuestra
situación se había agravado. Los gérmenes de esos cadáveres podían llegar hasta
nosotros a través de las ventanas sin vidrios. En seguida llamamos a la
comisión de sanidad y se pidieron 2 voluntarios para que salieran y se llevaran
los cuerpos. Eso implicaba el casi seguro sacrificio de sus vidas. Un profesor
soltero y un estudiante se ofrecieron. Se despidieron de nosotros y salieron
como héroes. Nunca más los vimos. Su sacrificio resultó inútil. A la mañana
siguiente una niñera cayó víctima de la peste. Le ordenamos que se fuera y ella
obedeció. Nos dábamos cuenta de la brutalidad de nuestra actitud, pero ¿Qué
podíamos hacer? Sin embargo, esas precauciones no bastaron. Aquella tarde
descubrimos 4 cadáveres y 7 apestados en una de las dependencias donde se
alojaban 4 familias.
La plaga se
fue propagando por todo el edificio. Las habitaciones se llenaron de muertos y
moribundos y los que aun estábamos sanos, retrocedíamos piso por piso, y cuarto
por cuarto, tratando de no ser tocado por la marea de la plaga. Finalmente, a media noche,
los sobrevivientes escapamos de ese cementerio con nuestras armas, municiones y
una abundante provisión de conservas.
Acampamos en
el campo de deportes y nos dividimos en dos grupos. Uno quedó a cargo de la
vigilancia de los víveres para protegerlos de un posible ataque los
saqueadores. El otro grupo, dentro del que me hallaba yo, se dirigió a la
ciudad en busca de cualquier medio de transporte –automóviles, camiones o
caballos- que nos permitiera trasladarnos al campo. En la ciudad nos separamos
en parejas y a mí me tocó de compañero un estudiante llamado Dombey. Primero
fuimos a la casa del profesor Hoyle, que había dejado su automóvil en el
garaje. Pero cuando llegamos, vimos que la casa iba a empezar a arder. Un
saqueador salió por la puerta cargando una bolsa en la que llevaba varios
objetos de valor. Tenía sus bolsillos de su americana repletos de botellas de
whisky y estaba borracho. Al vernos, fingió un saludo amistoso, pero al mismo
tiempo sacó una pistola de su cintura e hizo fuego. Uno de los balazos alcanzó
a Dombey, que cayó muerto. Yo también disparé y logré abatir al hombre.
Enseguida corrí al garaje y conseguí salir en el automóvil, que tenía el
depósito de gasolina lleno, antes de que el fuego llegara a esa parte de la
casa.
Los otros
exploradores no habían encontrado nada, salvo un caballo. El animal estaba tan
débil que era incapaz de cargar cualquier peso. Aunque algunos propusieron que
lo dejaran en libertad, yo insistí en llevarlo con nosotros para usarlo como
alimento en caso de necesidad. Luego de unos rápidos preparativos, nos pusimos
en marcha. Éramos 47, y había muchas mujeres y niños. En el automóvil
acomodamos a varios niños pequeños, al decano de la universidad y a la anciana
madre del profesor Fairmead. Wathope, un joven profesor de inglés herido de una
pierna iba al volante. Los demás íbamos a pie, y Fairmead llevaba el caballo.
El cielo
seguía obscureciendo por el humo de los incendios. Avanzamos hacia el sudeste,
a través de la ciudad en ruinas, pero tardamos mucho en abandonar las afueras y
al llegar a las primeras colinas que marcaban el límite con el campo. Las
mujeres y los niños nos retrasaban. Y los hombres de aquellas épocas, ¿saben
ustedes?, habían perdido la costumbre de caminar.
No
conseguimos encontrar otro automóvil, a pesar de que registramos cada garaje.
Aunque la
mayoría de los saqueadores había sido abatida por la peste, durante uno de
estos registros un malhechor oculto en un arbusto asesinó al joven Calgan, uno
de nuestro grupo. Más adelante, en una zona de hermosas residencias, la plaga
atacó a Fairmead. De inmediato éste nos hizo señas de que su madre no debía de
enterarse y se alejó en dirección de una de las mansiones. A lo largo del día otros 5 corrieron la misma
suerte. Acampamos al atardecer, sin haber conseguido salir de la ciudad.
Durante la noche otros 10 murieron. Y por la mañana sólo éramos 30. En cuanto
reanudamos la marcha, la esposa del decano de la universidad mostró los signos
fatales de la enfermedad. No dudó en apartarse de nosotros para que siguiéramos
adelante, y su esposo insistió en quedarse con ella.
Aquella noche
acampamos ya en pleno campo. 11 habían muerto a lo largo del día y otros 3
murieron durante la noche. Además, mientras dormíamos, Wathope aprovechó para
escapar en el automóvil junto a su madre, su hermana y casi todas las
provisiones. Sólo quedábamos 11.
Al día
siguiente vi el último aeroplano. La
maquina daba vueltas en el cielo sin rumbo fijo. ¿Algún desperfecto? Imposible
saberlo. Luego de unos momentos empezó a descender en picada, el depósito de
gasolina estalló, y por fin el avión se estrelló detrás de unas colinas. Desde
entonces no he vuelto a ver otro. Muchas veces, durante los años que siguieron,
miraba el cielo con la esperanza de ver algún aeroplano, un indicio que me
anunciara que en alguna parte había sobrevivido un fragmento de la antigua
civilización. Pero no fue así: lo que ocurrió en San Francisco también se
repitió en el mundo entero.
Pasó otro
día, y sólo quedamos 3 sobrevivientes. Unas millas más adelante encontramos el
cadáver de Wathope dentro del automóvil destrozado. A un costado de la
carretera desierta, estaban los cuerpos de su madre y su hermana. Esa noche,
agotado por tantos esfuerzos, dormí profundamente. Y al despertar, me hallaba
solo en el universo, junto con un caballo.
Nunca pude
explicarme por qué no me contagie l peste escarlata. Durante dos días me
refugié en un busque. Me sentía angustiado al pensar que, en cualquier momento,
podía enfermarme. Sin embargo, descansé, y me alimenté bien y recuperé las
fuerzas. Lo mismo le pasó al caballo, y al tercer día ya pude montarlo. Nos
internamos por un territorio desolado. No encontramos ningún ser humano con
vida, sólo repugnantes cadáveres. Pero la comida abundaba. La tierra no estaba,
como ahora, cubierta de bosques y malezas; había gran cantidad de campos
cultivados; así yo podía recolectar verduras y fruta en las granjas que hallaba
en el camino. También conseguí huevos, pollos y una buena provisión de
conservas en las despensas de las casas.
Con los
animales domésticos ocurrió un cambio muy extraño: se fueron volviendo salvajes
y empezaron a devorarse los unos a los otros. Las primeras víctimas fueron las
gallinas y los patos. Los cerdos se adaptaron con facilidad a la nueva vida, al
igual que los gatos y los perros. Estos últimos terminaron convirtiéndose en
una verdadera plaga.
Devoraban los
cadáveres y aullaban toda la noche. De día se escondían en guaridas. Al
principio andaban solos, desconfiaban de sus congéneres y casi siempre peleaban
entre sí. Luego comenzaron a juntarse y formar manadas. Las distintas razas
desaparecieron; los más débiles y pequeños fueron exterminados por los demás, y
las especies de mayor tamaño también se extinguieron. En cambio, las de tamaño
medio lograron adaptarse mejor, y de ellos provienen los perros lobos que
ustedes conocen. Los caballos también volvieron a su estado salvaje y
degeneraron en una raza única, pequeña y peluda. Algo parecido sucedió con las vacas, las ovejas y las palomas.
A medida que
transcurría el tiempo, crecía mi deseo de encontrarme con los seres humanos.
Cada vez me sentía más solo. Crucé el valle de Livermore y atravesé las
montañas del valle que los separan del valle de San Joaquín. Ustedes no lo
conocen; es muy grande y está habitado por cientos de miles de caballos
salvajes.
En mi camino vi varias ciudades que no habían
sido destruidas por el fuego y supuse que los saqueadores no habían llegado a
esas regiones. Pero no hallé a nadie con vida, solo cadáveres apestados. Cerca
de Lathrop recogí a 2 perros que se unieron a mí de buena gana. Ellos me
hicieron compañía durante muchos años, y de ellos nietos míos, descienden sus
perros. Finalmente arribe a un maravilloso valle llamado Yosemite. Ahí había un
hotel donde descubrí una enorme cantidad de conservas. En los alrededores
abundaba la casa y el río estaba repleto de truchas. Por tanto, permanecí 3
años en ese sitio, en la soledad más absoluta. Pero llegó un momento en que ese
aislamiento me resultó intolerable. Iba a enloquecer. Yo era un animal
sociable, como el perro, y necesitaba vivir en compañía de otros de mi especie.
Después de
mucho pensar, concluí que si yo había logrado escapar de la peste escarlata,
seguramente habría otros sobrevivientes. Por otro lado, supuse que, al cabo de
3 años, los gérmenes que causaban la enfermedad debían de haber desaparecido, y
que el mundo estaba libre de peligro. Así que partí de nuevo, montado en mi
caballo, y seguido por mis 2 perros. Crucé otra vez el valle de San Joaquín,
atravesé las montañas y bajé al valle de Livermore. Encontré la región
totalmente cambiada. Las tierras
cultivadas habían sido cubiertas por espesos bosques y toda clase de vegetación
silvestre. Los coyotes se habían multiplicado de un modo extraordinario y en
ese viaje fue cuando encontré lobos por primera vez.
En el lago Temazcal,
cerca de lo que había sido la ciudad de Oakland, me topé con los primeros seres
humanos. ¡Ay, como podría describirles la alegría que sentí al distinguir el
humo de una hoguera! Y mientras bajaba a caballo por la ladera de la colina, oí
el llanto de un niño. Aun así en yardas de distancia, vi a un hombre pescando a
la orilla de un lago. Detuve mi caballo y lo saludé, pero no me respondió. Por
un momento creí que se trataba de una alucinación. Sin embargo, el hombre por
fin habló:
-¿De dónde
demonios vienes?
Esas fueron
sus palabras exactas y a mí me parecieron las más dulces que había escuchado en
mi vida. Bajé del caballo, nos estrechamos las manos y yo no puede contener las
lágrimas. Sí, me habría gustado abrazarlo,
pero el tipo era un perfecto bruto, un hombre de lo más antipático.
¿Cómo se llamaba? He olvidado su nombre, pero le decían chofer, por su antigua
profesión, que consistía en manejar automóviles de otras personas y en componer
esas máquinas. Y éste es el nombre que perduró, y por eso la tribu que fundó se
llama la tribu de los choferes.
Era un
individuo malvado y violento. Fue una injusticia que la peste escarlata lo
perdonara y, en cambio, matara a cientos de millones de seres mucho mejores que
él. Luego de contarle mi historia, lo acompañé a su campamento y ahí conocí a
su mujer: era Vesta Van Warden, la joven esposa del poderoso banquero John Van
Warden. Me costó reconocerla, porque vestía harapos, y tenía las manos
encallecidas y cubiertas de cicatrices por los duros trabajos que se veía obligada
a hacer. Su millonario esposo había sido el presidente del consejo de magnates
Van Warden no sólo era el amo de América, sino que, como miembro de la comisión
internacional de naciones, también era uno de los 7 hombres que regían el
mundo. Vesta, por su parte, procedía de un linaje igualmente poderoso. Philip Saxon,
su padre, había sido el presidente del consejo de magnates hasta su muerte. Si
hubiese tenido un hijo varón, sin duda éste habría heredado el cargo; pero solo
tenía a Vesta, y cuando ella y John Van Warden se casaron, Saxon lo designó
como su sucesor. Estoy seguro que fue un matrimonio político y de que Vesta
jamás amó a su esposo.
¡Y ahora esa
mujer estaba cocinando un guiso de pescado en una olla mugrienta! Su historia
era muy triste. En cuanto se declaró la epidemia, Van Warden la había enviado a
una de sus mansiones, situada en una de las colinas que dominan la bahía de San
Francisco. Una multitud de guardias armados impedían el paso a la propiedad. Y
las provisiones, las cartas u otras cosas eran fumigadas antes de entrar. Sin
embargo, la peste escarlata se abrió paso y mató a todos los guardias y
sirvientes de la casa. De ese modo, Vesta descubrió que era la única persona
viva en ese fúnebre palacio.
El chofer era
uno de los sirvientes de Van Warden. había huido y regresó a la mansión después
de unos meses. Encontró a Vesta en un pabellón del parque; al verlo, ella se
asustó y trató de escapar hacía la montaña, pero él la alcanzó y le dio una
paliza con sus terribles puños. Desde entonces se convirtió en su esclava y
debió obedecerlo en todo. Ella, que había sido criada como una reina, se
encargó de recoger la leña para el fuego, de encenderlo, de cocinar y de los
trabajos más degradantes. El chofer pasaba todo el día sin hacer nada, excepto
cazar y pescar.
-
Sí –interrumpió cara de liebre-. Recuerdo al chofer.
Mi padre se casó con su hija y nos pegaba a todos. A mí también, aunque era muy
pequeño. ¡maldito animal!
-
Ahora recuerdo su nombre –dijo el abuelo-. Se llamaba
Bill… Bill el chofer. Y sólo la destrucción de la civilización hizo posible que
una maravillosa mujer como Vesta se convirtiera en su esposa. Una mañana en que
él se fue a pescar, ella me suplicó que lo matara. Pero el chofer era muy
fuerte y yo le temía. Más tarde hablé con el miserable y le ofrecí mi caballo y
los 2 perros a cambio de Vesta. Él se negó, se rió en mi cara. Me dijo que
antes de la peste escarlata era un sirviente y debía soportar humillaciones por
parte de gente como ella y yo.
-
Ustedes y
todos los de su clase la pasaban muy bien en aquellos tiempos –dijo- y yo
obedecía todas sus órdenes como un esclavo. Ahora es mi turno de vivir bien y
los 2 harán lo que yo les diga. ¿Entendiste Smith? Y si intentan escapar, les
retorceré el pescuezo a los 2.
¿Qué podía
hacer yo? Él era mucho más fuerte, y más de una vez me tocó presenciar como
maltrataba a la pobre Vesta sin atreverme a intervenir. A ella le gustaba
conversar conmigo. Las 3 semanas que pase en el campamento de chofer fueron un
infierno.
Una tarde me
reveló que unos meses atrás, mientras vagabundeaba por unas colinas vecinas,
había distinguido el humo de una hoguera. Creo que me dio esa información
porque temía mi influencia sobre Vesta y deseara que me fuera. Yo partí de inmediato
con mi caballo y mis perros en la dirección que me había señalado. Al llegar a
la cima de las colinas no vi ninguna señal de humo, baje por la ladera opuesta
y descubrí una embarcación en Puerto Costa, amarrada a la orilla. En ella me
embarque con mis animales, y un pedazo de lona sirvió de vela. El viento del
sur me impulsó hasta las ruinas de Vallejo y en las afueras encontré restos de
un campamento abandonado. Como supe más adelante, se trataba de la tribu de los
Santa Rosa, y yo seguí sus huellas a lo largo de la antigua vía del
ferrocarril, que llega al valle de Sonoma.
En ese valle
los alcance cerca de una vieja fábrica de ladrillos. Sumaban 18 personas. 2
eran ancianos; y había 3 jóvenes: los granjeros Cardiff y Hale, y Wainwright,
un jornalero. Los 3 estaban casados. Hale, un individuo duro e inculto, había
conseguido a una de las mujeres más bellas de California: la célebre cantante
Isadora, que se encontraba de gira en San Francisco cuando se desató la peste.
Luego de hablar con ella durante varias horas me convencí de que Hale era un
buen hombre y de que ella se sentía feliz a su lado. Las esposas de Cardiff y
Wainwrigth eran robustas muchachas campesinas acostumbradas a las labores
mayores, así que se adaptaron sin problemas a su nueva vida. El grupo se
completaba con 2 pacientes adultos del manicomio de Napa, 7 niños nacidos
después de la fundación de la tribu y 1 mujer llamada Bertha. Yo me casé con
ella; Bertha resultó una buena esposa y fue la madre de tu padre, Edwin, y el
del tuyo, Hoo- Hoo. Y nuestra hija mayor, Vera, se casó con tu padre, cara de
liebre, que se llamaba Sandow y era el primogénito de Vesta Van Warden y el
chofer.
Así me
convertí en el decimo noveno miembro de la tribu de los Santa Rosa. Después
solo se unieron otras 2 personas. Uno de ellos fue Mongerson, descendiente de
los magnates. Había huido en un aeroplano y durante 8 años erró solitario por
los desiertos del norte de California. Luego avanzó en el sur y nos encontró.
Debió esperar 12 años para casarse con Mary, mi segunda hija. El otro miembro
nuevo se llamaba Johnson, que fundó la tribu de Utah. De ese lejano lugar
procedía él y llegó a California 27 años después de la peste escarlata. Nos
contó que en Utah, por lo que sabía, sólo sobrevivieron otros 2 hombres además
de él. Durante muchos años los 3 cazaron y vivieron juntos hasta que decidieron
salir en busca de mujeres para que la especie humana no se extinguiera. Se
dirigieron por el oeste hacía California, pero Johnson fue el único que
consiguió atravesar el gran desierto. Sus otros 2 compañeros murieron.
Johnson tenía
47 años cuando se reunió con nosotros; se casó con la curta hija de Isadora y
Hale; su hijo mayor se casó con tu tía, cara de liebre, que era la tercera hija
de Vesta y el chofer.
Además de esas
3 tribus, solo conozco otras 2: la de los Ángeles y la de los Carmelitos. Ésta
última fue fundada por un banquero mexicano llamado López, que se casó con la
sirvienta de un hotel. Nos pusimos en contacto con ellos 7 años después de mi
llegada a la tribu de Santa Rosa. Creo que ahora, nietos míos, la tierra debe
de tener alrededor de 300 ó 400
habitantes. Johnson fue el último ser humano en venir por aquí. Claro que
siempre existe la posibilidad de que allá otras tribus diseminadas en cualquier
otra parte del mundo. Yo soy el último de los sobrevivientes de la peste que
conoció las maravillas de los tiempos pasados.
Todavía me
cuesta aceptar que el hombre allá retrocedido a un estado de salvajismo
primitivo después de tantos siglos de civilización. Sin embargo, las tribus se
multiplican con rapidez. Y pronto seremos tantos, que algunos partirán hacia
otras regiones, a fundar nuevas tribus. Sí, dentro de muchas generaciones el
hombre volverá a habitar todo el continente Americano. Pero la tarea de
reconstruir la civilización será muy lenta. ¡si al menos se hubiese salvado
algún científico! ¡un físico o un químico nos habría resultado de gran ayuda!
Pero no fue así, y hemos olvidado la ciencia. El chofer había empezado a
trabajar el hierro y construyó la fragua que hoy usamos. Por desgracia, era muy
perezoso y ni siquiera se molestó en enseñarnos lo que sabía sobre mecánica y
metales. En cambio, se dedicó a 2 cosas: a la plantación del tabaco y a la
fermentación de las bebidas alcohólicas. Con esas bebidas se emborrachaba, y
una vez, estando ebrio, mató a la pobre Vesta.
Ahora, nietos
míos, dejen que los prevenga de los curanderos. Aunque ellos se dicen
“doctores”, son unos embusteros y constituyen una parodia de lo que en los
antiguos tiempos fue una noble profesión: la de médico. Fomentan la
superstición y la ignorancia. Vean, por ejemplo, a ese joven llamado visco, que
vende encantamientos contra las enfermedades y amuletos para una buena caza. Es
un farsante, al igual que todos los curanderos. Por eso es necesario recuperar
el saber antiguo y por eso yo insisto en repetirles ciertas cosas que deben
recordar para luego repetirlas a sus hijos. Ellos deben enterarse de que cuando
el agua se calienta por medio del fuego se convierte en una sustancia
maravillosa llamada vapor, que es más poderosa que 10 mil hombres. Y esa fuerza
se puede emplear para realizar toda clase de trabajos. También la electricidad,
otra fuerza que estuvo al servicio del hombre, algún día volverá a estarlo. Y
el alfabeto es una invención muy diferente, pero igualmente valiosa. Permite
comprender el significado de los signos impresos en los libros, que contienen
grandes conocimientos. Por eso yo he guardado una gran cantidad de libros en la
cueva de la colina del telégrafo, junto con un alfabeto y una clave
explicativa. Tengo la esperanza de que algún día el hombre aprenderá a leer de
nuevo y así recobrará la sabiduría perdida.
Y, sin duda,
otro legado que se descubrirá en el futuro será la manera de fabricar pólvora,
que permite matar a grandes distancias. Sí, la pólvora vendrá, porque nada
puede detener a la historia y la historia se repite una y otra vez. La
humanidad empezará de nuevo sus luchas y morirán millones en guerras, como en
el pasado. ¿Cuál es entonces, la utilidad de la civilización? No lo sé. Todavía
falta mucho para saberlo. Quizá transcurrirán 20, 40 ó 50 mil años. Todo pasa;
lo único que permanece es la fuerza cósmica y la materia. Y de su fusión, me
temo, siempre renacerán las 3 figuras eternas: el sacerdote, el soldado y el
rey. Algunos dominarán y otros obedecerán. Aunque yo destruyera todos los
libros de la cueva, el resultado sería el mismo.
Cara de
liebre se levantó de un salto, miró el sol que se levantaba por el horizonte y
las cabras que seguían pasando.
-
¡Vamos! – le dijo a Hoo-Hoo-. Éste viejo me tiene
arto. Siempre repite las mismas tonterías. Volvamos al campamento.
Cara de Liebre, Hoo-Hoo y los perros
reunieron las cabras. Luego se encaminaron por el sendero de la vía del
ferrocarril, se internaron en el bosque y se perdieron de vista. Edwin se quedó
junto al anciano y, mientras lo conducía en la misma dirección, vieron un grupo
de caballos que galopaban por la playa.
-Es la primera vez que los veo aquí
–dijo Edwin-. Los pumas de las montañas los están empujando hacia el mar.
El anciano salió de su
ensimismamiento y asintió. Estaba oscureciendo, y los dos se volvieron para
proseguir su camino hacia el bosque.