martes, 9 de octubre de 2012

LA PESTE ESCARLATA.


LA PESTE ESCARLATA.
Jack London.
El sendero seguía lo que en otro tiempo había sido el Terraplén de una vía férrea, pero desde hacía muchos años ningún tren pasaba por ahí. El bosque había sido invadido las pendientes de Terraplén y rodeaba el sendero, no más ancho que el cuerpo de un hombre, con árboles y arbustos. A lo lejos se oía el tenue rumor del mar.
Por ese sendero caminaba un anciano y un muchacho. Avanzaban despacio, porque el viejo estaba doblegado por el peso de los años; marchaba con movimientos temblorosos y se apoyaba en un bastón. Un pedazo de piel de cabra le cubría el pecho y la espalda. Un gorro de la misma piel, al que le había añadido una gran hoja como ingeniosa visera, lo protegía del sol. Tenía el cabello blanco, sucio y desgreñado, igual que su barba, que le llegaba a la cintura.
El muchacho, que iba a delante, vestía un pedazo de piel de oso al que le había hecho un agujero para pasarlo por su cabeza. Aparentaba unos 12 años; llevaba un arco y, en la espalda, un carcaj lleno de flechas.  Del cuello le colgaba una correa con una vaina de las que asomaba el mango de un cuchillo de caza. Su piel morena contrastaba con el celeste de sus ojos.
Caminaba con todos sus sentidos alerta y, de pronto, advirtió algo. Alzó la mano para indicarle al anciano que se detuviera. Cerca de la cima del Terraplén se oyó un crujido de tras de unos matorrales y enseguida apareció un enorme oso pardo. El animal gruñó en forma amenazadora. El muchacho puso una flecha en el arco y lo tensó. Sin dejar de mirar al oso, le hizo señas al anciano de que se apartara del sendero y bajara por la pendiente del Terraplén. Esperaron que el animal se alejara y luego retomaron el camino.
-¡Un oso muy grande, abuelo!- exclamó el muchacho.
-Cada día hay más- dijo el viejo-. ¡Jamás habría imaginado que un día resultaría peligroso ir al balneario de Cliff-house! Cuando yo era un niño, Edwin, venían aquí miles de familias desde San Francisco, en verano. Y no había osos. Eran tan raros que los metían en jaulas y se pagaba dinero para verlos.
-¿Qué es dinero, abuelo?
Antes de que el viejo respondiera, Edwin se acordó. Metió la mano en una bolsa que llevaba debajo de su piel de oso y sacó un abollado dólar de plata. El anciano lo miró con nostalgia.
-Mi vista es mala- murmuró-. Fíjate, Edwin, si puedes distinguir la flecha.
 -¡Ay abuelo! Sigues insistiendo en hacerme creer que estas marcas significan algo.
El anciano acercó la moneda a los ojos y por fin pudo distinguir la flecha.
-¡2012!-exclamó-. Ese año Morgan V fue nombrado presidente de los Estados Unidos por el consejo de magnates. Debió ser una de las últimas monedas que se acuñaron, porque la peste escarlata llegó en 2013. ¡Pensar que eso ocurrió hace 60 años y que yo soy el único sobreviviente de esa época! ¿Dónde la encontraste Edwin?
-Hoo-Hoo me la dio. La halló cerca de San José, mientras apacentaban sus cabras.
¿Tienes hambre abuelo?
-Ojalá cara de liebre haya encontrado algún cangrejo –dijo el viejo-. ¡Quizá sean dos! Son buena comida para quien no tiene dientes, pero si dos nietos que quieren a su abuelo y que…
Edwin le indicó que se callara. A unos 50 pies de distancia, junto a un arbusto, había visto un conejo. De nuevo puso una flecha en el arco y lo tensó. Apuntó y soltó la cuerda. La flecha voló certera e hirió de muerte al conejo, Edwin corrió en busca de su presa y regresó triunfante con ella asida de las orejas. Después continuaron marcha. El ruido de las olas se hizo más audible, y cuando salieron del bosque desembocaron en una zona de dunas que los separaba del mar. Un grupo de cabras que mordisqueaba la escasa hierba que crecía en la arena. El pastor del rebaño era un muchacho vestido con pieles de animal, secundado por un perro de aspecto lobuno. Cerca de él, otro niño de similar apariencia salvaje cuidaba una hoguera, acompañado de varios perros semejantes al otro.
-¡Almejas!- suspiró el anciano, luego de aspirar el humo de la hoguera-. ¿No hay cangrejos, Hoo, Hoo?
-También, abuelo- dijo Hoo, Hoo, que aparentaba la misma edad de Edwin-. Atrapé cuatro.
Impaciente, el viejo apartó de las brazas una almeja de gran tamaño. El calor había abierto las valvas y la carne color salmón se hallaba bien cocida. El hombre la tomó entre los dedos y se la llevó a la boca; pero estaba muy caliente. Lanzó un aullido de dolor y escupió la almeja. Los muchachos estallaron en carcajadas. El pastor de las cabras, atraído por el ruido, llegó corriendo y enseguida se unió al coro de sonrisas insolentes. Se llamaba cara de liebre.
-cuando yo era niño –los reprendió el viejo-, no nos burlábamos de nuestros mayores, sino que los respetábamos.
Los muchachos no le prestaron atención. Luego el anciano retiró otras almejas y unos cangrejos del fuego, pero esta vez espero a que se enfriaran antes de comerlos. Mientras los saboreaba, miraba el mar y un montículo de rocas en la orilla donde había unos leones marinos.
-          En esas rocas había un restaurante donde servían cangrejos con mayonesa –rememoró-. ¡Qué sabrosa era la mayonesa! ¡ Y hace 60 años que no se hace más! En ese entonces San Francisco tenía 4 millones de habitantes, y ahora, en toda la región no quedan más de cuarenta. En el mar había una gran cantidad de barcos. Y en el aire, dirigibles y aviones. Pero eso fue antes de la peste escarlata.
Los niños lo escuchaban sin interés. Estaban hartos de oírlo hablar de los tiempos pasados y no entendían la mayoría de las palabras que él empleaba en esos monólogos.
No se trataba del sencillo lenguaje que él usaba para hablar con ellos.
De pronto las cabras levantaron sus cabezas en señal de alarma y corrieron a refugiarse junto a sus guardianes humanos. Los perros empezaron a gruñir. Por la arena avanzaban 6 lobos grises y flacos. Edwin les disparó una flecha, que erró el blanco; pero cara de liebre, armado de una honda, les arrojó una piedra que acertó en la cabeza de uno de los lobos e hizo huir a la manada hacía el bosque.
Los niños festejaron su victoria, pero el viejo comenzó de nuevo sus lamentaciones:
-¡Qué ironía! El hombre conquistó este planeta. Domesticó a los animales útiles, eliminó a los dañinos y limpio la tierra de vegetación silvestre. Y un día toda su obra desapareció, y la manera de vida primitiva volvió a invadirlo todo. El bosque cubrió los campos sembrados, las fieras atacan los rebaños y hay lobos en la playa de Cliff- house.
¡Y todo por la culpa de la peste escarlata!
-Escarlata, escarlata…- Se quejó cara de liebre-. Siempre repites esa palabra, abuelo. ¿Qué significa?
-Es un color parecido al rojo.
-¿Y por qué no dices rojo? –Preguntó Edwin.
-Por que la peste no era roja –repuso su abuelo-. Era escarlata. Toda la cara y el cuerpo de los enfermos se ponían escarlata en menos de una hora.
-¿Por qué no nos cuentas algo sobre la peste?- pidió Hoo, Hoo.
-Muy bien –Aceptó el anciano complacido-. En aquel tiempo había mucha gente en el mundo. En San Francisco vivían 4 millones de personas.
- ¿Qué son millones? –Interrumpió Edwin.
- Olvidé que sólo saben contar hasta diez. Bueno, millones significa mucha, mucha gente. Tanta como la arena de la playa. Como si cada grano de arena fuese un hombre, una mujer o un niño.
Los niños lo miraban asombrados.
-          El mundo entero estaba lleno de gente. El censo del 2010 dio 8 mil millones de habitantes. Entonces yo tenía 27 años y vivía del otro lado de la bahía de San Francisco, en Berkeley, en una de aquellas casas de piedra que vimos en una de nuestras excursiones. ¿Te acuerdas Edwin? Era profesor de literatura inglesa.
Aunque gran parte de las cosas que el viejo les contaba superaba su entendimiento, los niños se esforzaban por comprender esa historia del pasado.
-          ¿Para que servían esas casas de piedra? –Preguntó cara de liebre.
-Recordaras como tu padre te enseñó a nadar. Bueno, en la universidad de California (así llamábamos a esas casas) se enseñaba a los jóvenes toda clase de cosas. Yo les hablaba de los libros que otros hombres habían escrito.
-¿Y eso es todo lo que hacías? – Preguntó Hoo, Hoo-. ¿Hablar, hablar y hablar?
¿Quién cazaba para tener carne? ¿Quién ordeñaba las cabras y pescaba?
-En ese tiempo era muy fácil obtener comida. Había alimentos en abundancia; un número reducido de hombres se dedicaba a esa tarea, y los demás se dedicaban a otras cosas. Yo hablaba, hablaba constantemente y, a cambio de eso, me daban comida sabrosa y abundante. A nuestros proveedores de alimentos le llamábamos “hombres libres”, pero eso era mentira. Nosotros, la clase dirigente, poseíamos las tierras y las maquinas. Y los que nos procuraban comida eran nuestros esclavos. Del fruto de su trabajo se les dejaba lo estrictamente necesario para que pudieran seguir trabajando y produjeran cada vez más…
-Si voy a cazar al bosque – dijo cara de liebre- y alguien trata de quitarme mi alimento, yo voy a matarlo.
- Ah, pero te dije que la tierra y el bosque y todo nos pertenecía a nosotros, la clase dirigente. Y los que se negaban a producir alimento o confeccionar nuestros vestidos, se morían de hambre. Muy pocos se rebelaban. Por aquel tiempo yo era el profesor James Howard Smitt y era muy feliz. Tenía el cuerpo limpio y lo cubría con las telas más finas. Ahora nadie se lava y hace 60 años que no veo un pedazo de jabón, aunque ustedes tampoco saben lo que es eso. Pero si saben lo que es una enfermedad. Y la peste escarlata era una enfermedad. Muchas de ellas estaban causadas por gérmenes. ¿Qué es un germen? Una cosa tan pequeña que ni siquiera se puede ver.
- Eso no tiene sentido abuelo –se rió Hoo, Hoo-. ¿Cómo sabes que existen si no se pueden ver?
-Buena pregunta Hoo, Hoo. Nosotros podíamos ver los gérmenes, porque teníamos unos aparatos llamados microscopios. Que permitían ver las cosas mucho más grandes de lo que son en realidad. Cosas que no podíamos ver con los ojos. Y mirando a través de esos instrumentos, un grano de arena se veía tan grande como una roca.
Los muchachos lo miraron con incredulidad, pero el viejo siguió su relato:
-Al ser tan pequeño, un germen puede entrar a la sangre y tiene infinitos hijos. A los gérmenes los llamábamos microorganismos. Y cuando había varios millones de ellos en la sangre de un hombre, se decía que estaba infectado o enfermo. Había muchas clases de gérmenes…
- ¿Y la peste escarlata?
- Sí, sí. Por culpa de la fiebre escarlata desapareció nuestra gloriosa civilización. Y fue en el verano de 2013 cuando apareció. Primero surgió en la gran ciudad de Nueva York, pero a nadie le preocupó la noticia. Al principio ocurrieron pocas muertes, aunque éstas eran muy rápidas. Una de las primeras señales de la enfermedad era que la cara y todo el cuerpo se ponían escarlatas. Veinticuatro horas después se informó del primer caso en Chicago, otra ciudad importante. Y ese mismo día se supo que Londres, una de las principales ciudades del mundo, luchaba en secreto contra esa enfermedad desde hacía 2 semanas y no quería que el resto del mundo se enterara.
La situación parecía grave, pero todos confiábamos que los bacteriólogos, las personas de combatir los gérmenes, descubrirían el medio de destruir este nuevo microorganismo. Lo más inquietante era la rapidez con que la enfermedad mataba a las personas. Desde la aparición de los primeros síntomas, no pasaba más de un par de horas. Algunos morían a los 10 minutos. El cuerpo se descomponía en instantes. Ésa fue una de las razones por las cuales la peste se propagó con tanta rapidez. Los propios bacteriólogos morían mientras estudiaban el germen de la peste escarlata.
Por fin, un día esta terrible enfermedad se presentó en San Francisco. La primera muerte ocurrió un domingo. Entre el lunes y el miércoles ya cayeron como oscas. El jueves, por primera vez, fui testigo de una muerte. Una alumna mía, la señorita Collbran, sufrió un ataque mientras estaba sentada delante de mí, durante mi clase de literatura. Me di cuenta de que su cara iba enrojeciendo. Como ya conocíamos el azote que debíamos enfrentar, al ver esos signos todos los estudiantes, excepto  2, huyeron despavoridos del aula. La señorita Collbran tuvo unas breves convulsiones, y uno de los alumnos le trajo un vaso de agua. La muchacha bebió un sorbo y se quejó de que no sentía los pies. Al cabo de un minuto el entumecimiento se  extendió a las rodillas, junto con una sensación de frío. La insensibilidad y el frío ascendieron por su cuerpo; cuando alcanzaron su corazón dejó de existir. Era una joven sana y hermosa. Desde el primer síntoma hasta su muerte no habían transcurrido más de 15 minutos.
Habían dado la  alarma en la universidad, y los miles de estudiantes habían escapado de las aulas y de los laboratorios. Encontré al decano Hoag en su despacho. Cuando me vio, corrió tambaleante hacía una habitación interior, dio un portazo y cerro con llave. Sabía que yo había estado expuesto al contagio y no quería arriesgarse. Desde el otro lado de la puerta me grito que me fuera.
Abandoné la universidad y regresé a mi casa. En cuanto me vieron, todos mis sirvientes huyeron dando gritos de terror. Me quedé solo y en ese momento sonó el teléfono, un aparato que nos permitía hablar con otras personas a grandes distancias. Era mi hermano, que me aconsejaba permanecer aislado hasta descubrir si la horrenda peste me había contaminado. Por fortuna la enfermedad no me atacó. Me fui enterando de lo que sucedía en el mundo a través de los periódicos. Ordené que me los echaran por debajo de la puerta y así supe que todas las grandes ciudades del planeta estaban contaminadas y sumidas en el caos. La tercera parte de la policía de Nueva York había muerto, y el alcalde también. Los cadáveres yacían en las calles sin enterrar. Los trenes y los barcos que transportaban provisiones y otras cosas necesarias para la subsistencia habían suspendido sus servicios. La gente, desesperada por el hambre, saqueaba los almacenes, los depósitos y cualquier lugar donde pudiera hallar comida. El asesinato y el robo reinaban en todas partes. La gente había abandonado la ciudad y con ellos se había llevado la peste.
La última noticia que llegó de Europa decía que un bacteriólogo alemán había descubierto la vacuna contra la peste escarlata. Sin embargo, ya era demasiado tarde y resultaba evidente que en Europa ocurriera lo mismo que en América. Muchos ricos escaparon en sus aeroplanos a Hawái, pero ahí también los esperaba la peste. Luego dejaron de recibirse noticias. No hubo más periódicos ni tampoco radiotelégrafo, un maravilloso aparato que podía recibir y mandar comunicaciones a través del aire. Fue como si el mundo hubiese dejado de existir. Esto paso hace 60 años. Sé que hay territorios que fueron América, Europa, Asia o África, pero jamás volvía a tener noticias de ellos. La gente quedó aislada para siempre. Muchos siglos de cultura y civilización se derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando aun funcionaba el teléfono, le dije a mi hermano que no estaba enfermo. Lo mejor sería aislarnos juntos en el departamento de química de la universidad. Había que reunir provisiones y conseguir armas para defendernos. Decidimos que él vendría a buscarme al día siguiente. Aquella noche ya no hubo luz eléctrica, y se podían oír los gritos de los saqueadores y disparos de revólver. Desde mi ventana veía los resplandores de los incendios en dirección de Oakland. Esa noche terrible no dormí ningún instante. Asesinaron a un hombre en la puerta de mi casa, y yo me arme con 2 pistolas automáticas y vigilé sentado junto a la ventana. A la mañana llegó mi hermano. Yo ya había metido en una maleta algunos objetos de valor, pero al ver su cara comprendí que la peste lo había atacado. Él todavía no se había dado cuenta de nada y al mirarse en el espejo lo supo con certeza. Me rogó que no me acercara, y enseguida comenzaron las convulsiones. Conservó la lucidez hasta el final y murió en 2 horas.
Tomé la maleta y salí. El espectáculo de las calles era aterrador. Por todas partes tropezaba con victimas agonizantes de la peste. El humo de los incendios oscurecía el cielo, había automóviles abandonados por todas partes porque se había terminado la gasolina, y en las últimas tiendas que quedaban sus dueños y sus familias se tiroteaban con grupos de saqueadores.  Después de presenciar tantas tragedias, el corazón se me había endurecido como una roca. Nadie ayudaba a nadie y cada cual intentaba salvar su propio pellejo.
Finalmente, conseguí llegar a la universidad. En el campo de deportes encontré a un grupo de estudiantes y profesores que se dirigían como yo, al departamento de química. Muchos habían traído a sus familias e incluso a sus sirvientes y niñeras. Todos estábamos armados con rifles automáticos y, en total, sumábamos cuatrocientas personas.
Una vez a salvo en el departamento de química, cerramos las puertas y almacenamos las provisiones. Luego nombramos una comisión encargada de repartirlas. No hubo inconvenientes para albergar a tantas personas, porque las dependencias del edificio eran muy amplias y cómodas. Se formaron otras comisiones organizadoras para diversos fines, y a mí me asignaron a la comisión de defensa. Aunque los disparos que se oían a lo lejos y la persistencia de los incendios nos informaban de la violencia que reinaba afuera, ningún saqueador se acerco a nuestro refugio.
Ustedes han visto esos tubos de hierro que en otros tiempos transportaban el agua para los habitantes de las ciudades. Los incendios habían reventado la mayoría y temíamos que el fuego secara los depósitos de agua. Por eso cavamos un pozo en el patio del departamento y así nos salvamos de morir de sed.
Cuando transcurrieron 48 horas sin que nadie mostrara signos de la peste escarlata, creímos que nos habíamos escapado del peligro. Sin embargo, ignorábamos que el periodo de incubación de los gérmenes era muy lento. Por tanto, al tercer día sufrimos una cruel desilusión. La noche anterior habían estallado los polvorines de Poinpinole. La tremenda explosión estremeció el edificio del departamento y rompió todo los vidrios. Esa noche me tocó hacer guardia nocturna en la azotea y desde ahí vigile los campamentos de los merodeadores. Como siempre, se oían gritos de borrachos, gemidos y disparos. Esta vez el mayor alboroto se produjo una hora después de la explosión, cuando obligaron a un grupo de enfermos a abandonar el departamento.
 Algunos cruzaron el campo de deportes e intentaron ser admitidos en nuestro refugio.
Nos negamos, y ellos empezaron a disparar. El profesor Merry Weaher, que se hallaba en una ventana, recibió un balazo entre los ojos y murió en el acto. Respondimos con una descarga y todos excepto 3 huyeron. Los restantes continuaron disparando y yo maté uno. Los otros 2, un hombre y una mujer, murieron por efectos de la peste a unos pasos del edificio.
Nuestra situación se había agravado. Los gérmenes de esos cadáveres podían llegar hasta nosotros a través de las ventanas sin vidrios. En seguida llamamos a la comisión de sanidad y se pidieron 2 voluntarios para que salieran y se llevaran los cuerpos. Eso implicaba el casi seguro sacrificio de sus vidas. Un profesor soltero y un estudiante se ofrecieron. Se despidieron de nosotros y salieron como héroes. Nunca más los vimos. Su sacrificio resultó inútil. A la mañana siguiente una niñera cayó víctima de la peste. Le ordenamos que se fuera y ella obedeció. Nos dábamos cuenta de la brutalidad de nuestra actitud, pero ¿Qué podíamos hacer? Sin embargo, esas precauciones no bastaron. Aquella tarde descubrimos 4 cadáveres y 7 apestados en una de las dependencias donde se alojaban 4 familias.
La plaga se fue propagando por todo el edificio. Las habitaciones se llenaron de muertos y moribundos y los que aun estábamos sanos, retrocedíamos piso por piso, y cuarto por cuarto, tratando de no ser tocado por la  marea de la plaga. Finalmente, a media noche, los sobrevivientes escapamos de ese cementerio con nuestras armas, municiones y una abundante provisión de conservas.
Acampamos en el campo de deportes y nos dividimos en dos grupos. Uno quedó a cargo de la vigilancia de los víveres para protegerlos de un posible ataque los saqueadores. El otro grupo, dentro del que me hallaba yo, se dirigió a la ciudad en busca de cualquier medio de transporte –automóviles, camiones o caballos- que nos permitiera trasladarnos al campo. En la ciudad nos separamos en parejas y a mí me tocó de compañero un estudiante llamado Dombey. Primero fuimos a la casa del profesor Hoyle, que había dejado su automóvil en el garaje. Pero cuando llegamos, vimos que la casa iba a empezar a arder. Un saqueador salió por la puerta cargando una bolsa en la que llevaba varios objetos de valor. Tenía sus bolsillos de su americana repletos de botellas de whisky y estaba borracho. Al vernos, fingió un saludo amistoso, pero al mismo tiempo sacó una pistola de su cintura e hizo fuego. Uno de los balazos alcanzó a Dombey, que cayó muerto. Yo también disparé y logré abatir al hombre. Enseguida corrí al garaje y conseguí salir en el automóvil, que tenía el depósito de gasolina lleno, antes de que el fuego llegara a esa parte de la casa.
Los otros exploradores no habían encontrado nada, salvo un caballo. El animal estaba tan débil que era incapaz de cargar cualquier peso. Aunque algunos propusieron que lo dejaran en libertad, yo insistí en llevarlo con nosotros para usarlo como alimento en caso de necesidad. Luego de unos rápidos preparativos, nos pusimos en marcha. Éramos 47, y había muchas mujeres y niños. En el automóvil acomodamos a varios niños pequeños, al decano de la universidad y a la anciana madre del profesor Fairmead. Wathope, un joven profesor de inglés herido de una pierna iba al volante. Los demás íbamos a pie, y Fairmead llevaba el caballo.
El cielo seguía obscureciendo por el humo de los incendios. Avanzamos hacia el sudeste, a través de la ciudad en ruinas, pero tardamos mucho en abandonar las afueras y al llegar a las primeras colinas que marcaban el límite con el campo. Las mujeres y los niños nos retrasaban. Y los hombres de aquellas épocas, ¿saben ustedes?, habían perdido la costumbre de caminar.
No conseguimos encontrar otro automóvil, a pesar de que registramos cada garaje.
Aunque la mayoría de los saqueadores había sido abatida por la peste, durante uno de estos registros un malhechor oculto en un arbusto asesinó al joven Calgan, uno de nuestro grupo. Más adelante, en una zona de hermosas residencias, la plaga atacó a Fairmead. De inmediato éste nos hizo señas de que su madre no debía de enterarse y se alejó en dirección de una de las mansiones.  A lo largo del día otros 5 corrieron la misma suerte. Acampamos al atardecer, sin haber conseguido salir de la ciudad. Durante la noche otros 10 murieron. Y por la mañana sólo éramos 30. En cuanto reanudamos la marcha, la esposa del decano de la universidad mostró los signos fatales de la enfermedad. No dudó en apartarse de nosotros para que siguiéramos adelante, y su esposo insistió en quedarse con ella.
Aquella noche acampamos ya en pleno campo. 11 habían muerto a lo largo del día y otros 3 murieron durante la noche. Además, mientras dormíamos, Wathope aprovechó para escapar en el automóvil junto a su madre, su hermana y casi todas las provisiones. Sólo quedábamos 11.
Al día siguiente vi el último aeroplano.  La maquina daba vueltas en el cielo sin rumbo fijo. ¿Algún desperfecto? Imposible saberlo. Luego de unos momentos empezó a descender en picada, el depósito de gasolina estalló, y por fin el avión se estrelló detrás de unas colinas. Desde entonces no he vuelto a ver otro. Muchas veces, durante los años que siguieron, miraba el cielo con la esperanza de ver algún aeroplano, un indicio que me anunciara que en alguna parte había sobrevivido un fragmento de la antigua civilización. Pero no fue así: lo que ocurrió en San Francisco también se repitió en el mundo entero.
Pasó otro día, y sólo quedamos 3 sobrevivientes. Unas millas más adelante encontramos el cadáver de Wathope dentro del automóvil destrozado. A un costado de la carretera desierta, estaban los cuerpos de su madre y su hermana. Esa noche, agotado por tantos esfuerzos, dormí profundamente. Y al despertar, me hallaba solo en el universo, junto con un caballo.
Nunca pude explicarme por qué no me contagie l peste escarlata. Durante dos días me refugié en un busque. Me sentía angustiado al pensar que, en cualquier momento, podía enfermarme. Sin embargo, descansé, y me alimenté bien y recuperé las fuerzas. Lo mismo le pasó al caballo, y al tercer día ya pude montarlo. Nos internamos por un territorio desolado. No encontramos ningún ser humano con vida, sólo repugnantes cadáveres. Pero la comida abundaba. La tierra no estaba, como ahora, cubierta de bosques y malezas; había gran cantidad de campos cultivados; así yo podía recolectar verduras y fruta en las granjas que hallaba en el camino. También conseguí huevos, pollos y una buena provisión de conservas en las despensas de las casas.
Con los animales domésticos ocurrió un cambio muy extraño: se fueron volviendo salvajes y empezaron a devorarse los unos a los otros. Las primeras víctimas fueron las gallinas y los patos. Los cerdos se adaptaron con facilidad a la nueva vida, al igual que los gatos y los perros. Estos últimos terminaron convirtiéndose en una verdadera plaga.
Devoraban los cadáveres y aullaban toda la noche. De día se escondían en guaridas. Al principio andaban solos, desconfiaban de sus congéneres y casi siempre peleaban entre sí. Luego comenzaron a juntarse y formar manadas. Las distintas razas desaparecieron; los más débiles y pequeños fueron exterminados por los demás, y las especies de mayor tamaño también se extinguieron. En cambio, las de tamaño medio lograron adaptarse mejor, y de ellos provienen los perros lobos que ustedes conocen. Los caballos también volvieron a su estado salvaje y degeneraron en una raza única, pequeña y peluda. Algo parecido sucedió  con las vacas, las ovejas y las palomas.
A medida que transcurría el tiempo, crecía mi deseo de encontrarme con los seres humanos. Cada vez me sentía más solo. Crucé el valle de Livermore y atravesé las montañas del valle que los separan del valle de San Joaquín. Ustedes no lo conocen; es muy grande y está habitado por cientos de miles de caballos salvajes.
 En mi camino vi varias ciudades que no habían sido destruidas por el fuego y supuse que los saqueadores no habían llegado a esas regiones. Pero no hallé a nadie con vida, solo cadáveres apestados. Cerca de Lathrop recogí a 2 perros que se unieron a mí de buena gana. Ellos me hicieron compañía durante muchos años, y de ellos nietos míos, descienden sus perros. Finalmente arribe a un maravilloso valle llamado Yosemite. Ahí había un hotel donde descubrí una enorme cantidad de conservas. En los alrededores abundaba la casa y el río estaba repleto de truchas. Por tanto, permanecí 3 años en ese sitio, en la soledad más absoluta. Pero llegó un momento en que ese aislamiento me resultó intolerable. Iba a enloquecer. Yo era un animal sociable, como el perro, y necesitaba vivir en compañía de otros de mi especie.
Después de mucho pensar, concluí que si yo había logrado escapar de la peste escarlata, seguramente habría otros sobrevivientes. Por otro lado, supuse que, al cabo de 3 años, los gérmenes que causaban la enfermedad debían de haber desaparecido, y que el mundo estaba libre de peligro. Así que partí de nuevo, montado en mi caballo, y seguido por mis 2 perros. Crucé otra vez el valle de San Joaquín, atravesé las montañas y bajé al valle de Livermore. Encontré la región totalmente cambiada.  Las tierras cultivadas habían sido cubiertas por espesos bosques y toda clase de vegetación silvestre. Los coyotes se habían multiplicado de un modo extraordinario y en ese viaje fue cuando encontré lobos por primera vez.
En el lago Temazcal, cerca de lo que había sido la ciudad de Oakland, me topé con los primeros seres humanos. ¡Ay, como podría describirles la alegría que sentí al distinguir el humo de una hoguera! Y mientras bajaba a caballo por la ladera de la colina, oí el llanto de un niño. Aun así en yardas de distancia, vi a un hombre pescando a la orilla de un lago. Detuve mi caballo y lo saludé, pero no me respondió. Por un momento creí que se trataba de una alucinación. Sin embargo, el hombre por fin habló:
-¿De dónde demonios vienes?
Esas fueron sus palabras exactas y a mí me parecieron las más dulces que había escuchado en mi vida. Bajé del caballo, nos estrechamos las manos y yo no puede contener las lágrimas. Sí, me habría gustado abrazarlo,  pero el tipo era un perfecto bruto, un hombre de lo más antipático. ¿Cómo se llamaba? He olvidado su nombre, pero le decían chofer, por su antigua profesión, que consistía en manejar automóviles de otras personas y en componer esas máquinas. Y éste es el nombre que perduró, y por eso la tribu que fundó se llama la tribu de los choferes.
Era un individuo malvado y violento. Fue una injusticia que la peste escarlata lo perdonara y, en cambio, matara a cientos de millones de seres mucho mejores que él. Luego de contarle mi historia, lo acompañé a su campamento y ahí conocí a su mujer: era Vesta Van Warden, la joven esposa del poderoso banquero John Van Warden. Me costó reconocerla, porque vestía harapos, y tenía las manos encallecidas y cubiertas de cicatrices por los duros trabajos que se veía obligada a hacer. Su millonario esposo había sido el presidente del consejo de magnates Van Warden no sólo era el amo de América, sino que, como miembro de la comisión internacional de naciones, también era uno de los 7 hombres que regían el mundo. Vesta, por su parte, procedía de un linaje igualmente poderoso. Philip Saxon, su padre, había sido el presidente del consejo de magnates hasta su muerte. Si hubiese tenido un hijo varón, sin duda éste habría heredado el cargo; pero solo tenía a Vesta, y cuando ella y John Van Warden se casaron, Saxon lo designó como su sucesor. Estoy seguro que fue un matrimonio político y de que Vesta jamás amó a su esposo.
¡Y ahora esa mujer estaba cocinando un guiso de pescado en una olla mugrienta! Su historia era muy triste. En cuanto se declaró la epidemia, Van Warden la había enviado a una de sus mansiones, situada en una de las colinas que dominan la bahía de San Francisco. Una multitud de guardias armados impedían el paso a la propiedad. Y las provisiones, las cartas u otras cosas eran fumigadas antes de entrar. Sin embargo, la peste escarlata se abrió paso y mató a todos los guardias y sirvientes de la casa. De ese modo, Vesta descubrió que era la única persona viva en ese fúnebre palacio.
El chofer era uno de los sirvientes de Van Warden. había huido y regresó a la mansión después de unos meses. Encontró a Vesta en un pabellón del parque; al verlo, ella se asustó y trató de escapar hacía la montaña, pero él la alcanzó y le dio una paliza con sus terribles puños. Desde entonces se convirtió en su esclava y debió obedecerlo en todo. Ella, que había sido criada como una reina, se encargó de recoger la leña para el fuego, de encenderlo, de cocinar y de los trabajos más degradantes. El chofer pasaba todo el día sin hacer nada, excepto cazar y pescar.
-          Sí –interrumpió cara de liebre-. Recuerdo al chofer. Mi padre se casó con su hija y nos pegaba a todos. A mí también, aunque era muy pequeño. ¡maldito animal!
-          Ahora recuerdo su nombre –dijo el abuelo-. Se llamaba Bill… Bill el chofer. Y sólo la destrucción de la civilización hizo posible que una maravillosa mujer como Vesta se convirtiera en su esposa. Una mañana en que él se fue a pescar, ella me suplicó que lo matara. Pero el chofer era muy fuerte y yo le temía. Más tarde hablé con el miserable y le ofrecí mi caballo y los 2 perros a cambio de Vesta. Él se negó, se rió en mi cara. Me dijo que antes de la peste escarlata era un sirviente y debía soportar humillaciones por parte de gente como ella y yo.
-            Ustedes y todos los de su clase la pasaban muy bien en aquellos tiempos –dijo- y yo obedecía todas sus órdenes como un esclavo. Ahora es mi turno de vivir bien y los 2 harán lo que yo les diga. ¿Entendiste Smith? Y si intentan escapar, les retorceré el pescuezo a los 2.
¿Qué podía hacer yo? Él era mucho más fuerte, y más de una vez me tocó presenciar como maltrataba a la pobre Vesta sin atreverme a intervenir. A ella le gustaba conversar conmigo. Las 3 semanas que pase en el campamento de chofer fueron un infierno.
Una tarde me reveló que unos meses atrás, mientras vagabundeaba por unas colinas vecinas, había distinguido el humo de una hoguera. Creo que me dio esa información porque temía mi influencia sobre Vesta y deseara que me fuera. Yo partí de inmediato con mi caballo y mis perros en la dirección que me había señalado. Al llegar a la cima de las colinas no vi ninguna señal de humo, baje por la ladera opuesta y descubrí una embarcación en Puerto Costa, amarrada a la orilla. En ella me embarque con mis animales, y un pedazo de lona sirvió de vela. El viento del sur me impulsó hasta las ruinas de Vallejo y en las afueras encontré restos de un campamento abandonado. Como supe más adelante, se trataba de la tribu de los Santa Rosa, y yo seguí sus huellas a lo largo de la antigua vía del ferrocarril, que llega al valle de Sonoma.
En ese valle los alcance cerca de una vieja fábrica de ladrillos. Sumaban 18 personas. 2 eran ancianos; y había 3 jóvenes: los granjeros Cardiff y Hale, y Wainwright, un jornalero. Los 3 estaban casados. Hale, un individuo duro e inculto, había conseguido a una de las mujeres más bellas de California: la célebre cantante Isadora, que se encontraba de gira en San Francisco cuando se desató la peste. Luego de hablar con ella durante varias horas me convencí de que Hale era un buen hombre y de que ella se sentía feliz a su lado. Las esposas de Cardiff y Wainwrigth eran robustas muchachas campesinas acostumbradas a las labores mayores, así que se adaptaron sin problemas a su nueva vida. El grupo se completaba con 2 pacientes adultos del manicomio de Napa, 7 niños nacidos después de la fundación de la tribu y 1 mujer llamada Bertha. Yo me casé con ella; Bertha resultó una buena esposa y fue la madre de tu padre, Edwin, y el del tuyo, Hoo- Hoo. Y nuestra hija mayor, Vera, se casó con tu padre, cara de liebre, que se llamaba Sandow y era el primogénito de Vesta Van Warden y el chofer.
Así me convertí en el decimo noveno miembro de la tribu de los Santa Rosa. Después solo se unieron otras 2 personas. Uno de ellos fue Mongerson, descendiente de los magnates. Había huido en un aeroplano y durante 8 años erró solitario por los desiertos del norte de California. Luego avanzó en el sur y nos encontró. Debió esperar 12 años para casarse con Mary, mi segunda hija. El otro miembro nuevo se llamaba Johnson, que fundó la tribu de Utah. De ese lejano lugar procedía él y llegó a California 27 años después de la peste escarlata. Nos contó que en Utah, por lo que sabía, sólo sobrevivieron otros 2 hombres además de él. Durante muchos años los 3 cazaron y vivieron juntos hasta que decidieron salir en busca de mujeres para que la especie humana no se extinguiera. Se dirigieron por el oeste hacía California, pero Johnson fue el único que consiguió atravesar el gran desierto. Sus otros 2 compañeros murieron.
Johnson tenía 47 años cuando se reunió con nosotros; se casó con la curta hija de Isadora y Hale; su hijo mayor se casó con tu tía, cara de liebre, que era la tercera hija de Vesta y el chofer.
Además de esas 3 tribus, solo conozco otras 2: la de los Ángeles y la de los Carmelitos. Ésta última fue fundada por un banquero mexicano llamado López, que se casó con la sirvienta de un hotel. Nos pusimos en contacto con ellos 7 años después de mi llegada a la tribu de Santa Rosa. Creo que ahora, nietos míos, la tierra debe de tener alrededor de 300  ó 400 habitantes. Johnson fue el último ser humano en venir por aquí. Claro que siempre existe la posibilidad de que allá otras tribus diseminadas en cualquier otra parte del mundo. Yo soy el último de los sobrevivientes de la peste que conoció las maravillas de los tiempos pasados.
Todavía me cuesta aceptar que el hombre allá retrocedido a un estado de salvajismo primitivo después de tantos siglos de civilización. Sin embargo, las tribus se multiplican con rapidez. Y pronto seremos tantos, que algunos partirán hacia otras regiones, a fundar nuevas tribus. Sí, dentro de muchas generaciones el hombre volverá a habitar todo el continente Americano. Pero la tarea de reconstruir la civilización será muy lenta. ¡si al menos se hubiese salvado algún científico! ¡un físico o un químico nos habría resultado de gran ayuda! Pero no fue así, y hemos olvidado la ciencia. El chofer había empezado a trabajar el hierro y construyó la fragua que hoy usamos. Por desgracia, era muy perezoso y ni siquiera se molestó en enseñarnos lo que sabía sobre mecánica y metales. En cambio, se dedicó a 2 cosas: a la plantación del tabaco y a la fermentación de las bebidas alcohólicas. Con esas bebidas se emborrachaba, y una vez, estando ebrio, mató a la pobre Vesta.
Ahora, nietos míos, dejen que los prevenga de los curanderos. Aunque ellos se dicen “doctores”, son unos embusteros y constituyen una parodia de lo que en los antiguos tiempos fue una noble profesión: la de médico. Fomentan la superstición y la ignorancia. Vean, por ejemplo, a ese joven llamado visco, que vende encantamientos contra las enfermedades y amuletos para una buena caza. Es un farsante, al igual que todos los curanderos. Por eso es necesario recuperar el saber antiguo y por eso yo insisto en repetirles ciertas cosas que deben recordar para luego repetirlas a sus hijos. Ellos deben enterarse de que cuando el agua se calienta por medio del fuego se convierte en una sustancia maravillosa llamada vapor, que es más poderosa que 10 mil hombres. Y esa fuerza se puede emplear para realizar toda clase de trabajos. También la electricidad, otra fuerza que estuvo al servicio del hombre, algún día volverá a estarlo. Y el alfabeto es una invención muy diferente, pero igualmente valiosa. Permite comprender el significado de los signos impresos en los libros, que contienen grandes conocimientos. Por eso yo he guardado una gran cantidad de libros en la cueva de la colina del telégrafo, junto con un alfabeto y una clave explicativa. Tengo la esperanza de que algún día el hombre aprenderá a leer de nuevo y así recobrará la sabiduría perdida.
Y, sin duda, otro legado que se descubrirá en el futuro será la manera de fabricar pólvora, que permite matar a grandes distancias. Sí, la pólvora vendrá, porque nada puede detener a la historia y la historia se repite una y otra vez. La humanidad empezará de nuevo sus luchas y morirán millones en guerras, como en el pasado. ¿Cuál es entonces, la utilidad de la civilización? No lo sé. Todavía falta mucho para saberlo. Quizá transcurrirán 20, 40 ó 50 mil años. Todo pasa; lo único que permanece es la fuerza cósmica y la materia. Y de su fusión, me temo, siempre renacerán las 3 figuras eternas: el sacerdote, el soldado y el rey. Algunos dominarán y otros obedecerán. Aunque yo destruyera todos los libros de la cueva, el resultado sería el mismo.
Cara de liebre se levantó de un salto, miró el sol que se levantaba por el horizonte y las cabras que seguían pasando.
-          ¡Vamos! – le dijo a Hoo-Hoo-. Éste viejo me tiene arto. Siempre repite las mismas tonterías. Volvamos al campamento.
Cara de Liebre, Hoo-Hoo y los perros reunieron las cabras. Luego se encaminaron por el sendero de la vía del ferrocarril, se internaron en el bosque y se perdieron de vista. Edwin se quedó junto al anciano y, mientras lo conducía en la misma dirección, vieron un grupo de caballos que galopaban por la playa.
-Es la primera vez que los veo aquí –dijo Edwin-. Los pumas de las montañas los están empujando hacia el mar.
El anciano salió de su ensimismamiento y asintió. Estaba oscureciendo, y los dos se volvieron para proseguir su camino hacia el bosque.

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